CHATEAU SAIGNANT


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Xavier Queipo

Le sang cuilat. Je voudrais un château saignant. Un espanta­jo (elegante, pero espantajo) cruzó la cubier­ta del barco en dirección a la popa, en donde en esas horas suaves que prece­den a la puesta del sol, acostumbraba a juntarse con otras damas de su especie, en concierto disarmónico de admira­ciones, cuentos, leyendas y lenguas calumniadoras.

Sentí, recostado en mi chaise longue de rayas blancas y azules, que ya no podía más. Tenía que levantarme y correr en su busca, correr como nunca antes lo hiciera y así, de repente, sin que una sola palabra ensombreciese la grandeza épica del hecho, cruzarle su mejilla fláccida y llena de polvo de Egipto, y después, cuando todavía su sorpresa no hubiese dejado escapar la salvaje respuesta de su grito histérico, lanzarle un insulto grotesco, implacable y único.

Pero no. Ya no lo haría. El momento poético había pasado y llegaba el camarero , babeante y cargado, arras­trándose pesadamente como un león marino en la rampa de un pesquero. Dejó un château saignant sobre una mesa auxiliar, sujeta por dos tornillos a la cubierta en aras a una mayor seguridad en los días de temporal que nos esperaban, sin duda, en nuestra travesía hasta Durban. Se fue en dirección a un sillón en dónde uno de esos hombres ridículamen­te entil­dados fumaba Pall Mall mientras devoraba el Financial Times con la misma ilusión de quién estuviese ante su plato favorito.

Corrijo mi postura, mala para la salud de mi columna verte­bral de futuro reumático (mal de familia, pienso que inevi­table), ataco la delicatessen que tengo en la mesita, y hago el propósito de la enmienda -lo hago varias veces al día- de no criticar a nadie por su diferencia y mantener una mente abierta.

¿Porqué razón todo lo que percibimos está como lejano, como extraño, como transmutado, como si no hubiese existido nunca?, ¿Porqué será que hacemos casi siempre lo más conve­niente, y casi nunca lo que deseamos?

Hay éxodos impensables,  el del camarero que toma el camino de la popa y no el de la cocina y regresará con el rostro mudado a un verde venusiano , huidas hacia adelan­te,  como la del caballero del Financial Times que trata de besar apasionada­mente a una camarera , pozos sin fondo, como mi melancolía de hoy mismo, y, en fin, el cambio de estado, el éter, la aniquilación, el tránsito final, el arte de lo impensable, el ejercicio final de librepensador: tocar la nada y recrearse en la visión del vacío.

El mar  inútil poética mudarlo de género , siempre el mar, plagado de espumas, que se retuerce y exprime, que guarda en sus fondos viejos bonsáis de coral, esporádicas estrellas sin brillo, peces con luces y linternas, calamares gigantes en lucha constante con los grandes cetáceos... Siem­pre el mismo, acogiéndote, para ya atraparte para siempre como aquellos amores inescrutables e inciertos.

La niebla, compañera ubicua desde nuestra partida del puerto de Faro, no se había disipado todavía. Sonaba, a veces, el pitido grave de la sirena roto, tan sólo, por las risotadas de las harpías que habían pasado del té con pastas al anis­sette a pelo. Semejaban cotorras mecánicas a las que el té hubiese dado cuerda y el anissette, speed, y sus figuras, difuminadas en el seno de los hilos de niebla, pare­cían salidas de un retrato sepia de los tiempos de las travesías entre Plymouth y Benarés.

Sabía, sé, que en poco o nada pueden enriquecer mi vida. Subí a este crucero para olvidar. No pueden aislarme. No paro de darle vueltas y más vueltas en mi mente como única obsesión. No lo conseguirán. Me negaré una y otra vez. Insistiré. Su indiferencia se diluirá como la niebla ante la fuerza del sol de los trópicos.

Anochece. Suena la campanilla anunciando la cena. Mañana llegaremos a Mindelo y te sentirás como en casa. Cuestión de oportunidad llamar a París. Hablarle de nuevo. Sentir su voz. Recrearme en su luz. Que ría otra vez. Se me pasará por la mente el dejarlo todo: el trabajo en Sudáfri­ca, mi carre­ra, mis ilusiones. Todo y regresar a París con pasión reno­vada. Me resisto a vagar como Ulises negándome a mi mismo. Me resisto a pensar que ya nunca, que la decisión fue toma­da. Que era lo más racional. Ya está (filetes de pavo de primero), antes de nada hacer un plan. Trazar el camino preciso. Luego comenzará lo más hermoso. Si, la propia persecución, sin que se note, sin dar, tan siquiera, un paso en falso, presentando la posibilidad  mínima  de ser descu­bierto. Dejándose ver a intervalos irregulares y siem­pre en lugares públicos. Los amigos le dirán que parecía yo. Dirá que estoy lejos y llorará. Estaciones de metro. Paradas de autobús en días de lluvia. Conciertos al aire libre. Merca­dos. Museos. Grandes almacenes. Locales de moda. Así, de esa forma, hasta el día, diletado tanto como esperado, y enton­ces pareceremos como salidos de una película de Rohmer, tan sencillos y al tiempo tan llenos de matices, de escondi­dos rincones y de pliegues, seremos como de piedra (bacalao con natas de segundo. ¡Voy a engordar cinco kilos en esta trave­sía!), rodaremos dejándonos arrastrar por el agua que lamerá nuestras aristas y rebajará nuestros pliegues, ha­ciéndonos más dulces a cada momento, más nosotros mismos, saliendo al paso de nosotros mismos, queriéndonos y dejándo­nos querer en una poética que no sabe de restricciones. Sentiremos pasar las horas sobre nosotros como pasa una bandada de estorninos o como estando en el agua  parece más propio  un cardume de caballas, de lanzones o de peces volado­res.

Estás sola en la mesa del apartamento parisino 40, rue Dufour, rive gauche, para más señas. Sé que eres infeliz. Estoy sólo en la mesa 12 del crucero "Sagres". Sabrás que sueño contigo. Los vaivenes me divierten. El balanceo no es igual todos los días, a pesar de la presencia de estabiliza­dores. Me admiro descubriendo su cadencia, su ritmo, su amplitud variable y al tiempo regular. El deseo. Vuelve el deseo. El camarero nórdico y empalagoso se retira. Dos mascatos vuelan en el aire. No le pidas un château saignant. No. Ahora no. No se lo pidas. El camarero solícito te lo traerá y tendrás que sonreírle mientras él  profesional  a­guardará por tu complacencia en perfecto mutismo. No lo pidas. A estas horas, un hombre de mundo pide un vodka, o quizás un ron tostado, o, más sensatamente, una copa de Pe­rrier, o nada, o compañía, o cama. Pero no un castillo sangriento que es una petición absurda.

Me acerco a la baranda. La niebla se ha disipado. Se puede sentir la proa hundiéndose en el mar dejando estelas de espumas a su paso. La playa. El agua transparente y verde de alga y mar. Los negros. Miles de negros en la playa. El mar plagado de algas y de negros. El mar verde lleno de negros que no nadan, sólo saltan entre las olas y las algas. La playa tachonada de algas y de negros. El agua salpicándo­me la cara adormecida. La noche. La luna blanca, que lo ilumina todo, se refleja en un mar de negros y de algas. Fosforecen las algas y los negros con sus dorsos rebozados en arena y Noctilucas. Sueño. Tal vez mañana en la playa. Sueño que quedarás en París. Wild thing. My little wild thing. Yen yeré cumbé. Imposible regresar. Ya todo serán islas y negros y noches cuando finalice este crucero en Durban. Wild thing. My little wild thing. Yen yeré cumbé.

Me voy a acostar. El camarote es estrecho y huele a gasóleo y a humos de cocina. Trataré de dormir. Ya soñé despier­to. Ahora dormir. Se que un día me despertaré tras una puerta y no sabré quién la ha cerrado ni que es lo que, ahora despacio, la abre y se apoya en el marco esperando no se qué, o sencillamente dejando pasar el aire. Estaré ciego, o muerto, o soñando, y ya tanto me tendrá quién entre o salga de mi vida. Pero ahora no, ahora es tiempo de relajar mi cuerpo consumido por el ansia. "E cosí bello", me decías cuando nos amábamos sin freno, en aquel hotel del que no salíamos porque llovía, o hacía calor, o simplemente se estaba tan bien así, juntos, amándonos a oleadas como cuando los cheyennes atacan, tomajauk en mano, una caravana de mujeres camino del ansiado Oeste, plagado de aventureros de leyenda, de leyendas, de aventureros, y de búfalos.

En esta hora ansiógena, cuando las sombras se hacen vagas y yo me enfrento, sólo, a las cucarachas que salen de la cocina sometidas al furor "Cucal" del cocinero ayudante, te veo haciendo y rehaciendo una carta en tu italiano origi­nal, que luego traducirás a nuestro común francés, repleto de expresiones inacadémicas. Tal vez nunca seas capaz de man­dármela. Yo debería hacer lo mismo. Escribirte. Escribir­te y no repetir en una revisión permanente de la Odisea, that my name is no one, no one, anyhow.

La brume du matin sobre la cubierta. El espacio vacío de hamacas recogidas. Es muy temprano. Todavía no se ha servido el desayuno. Serás el único, y a estas horas un hombre de mundo pediría un zumo de tomate con salsa Perrins y una yema de huevo. Pero tú eres de tu propio mundo y a pesar de la resaca  sólo bebéis los perdedores  pedirás un zumo de naranja, y el camarero, nórdico y andrógino, te traerá néctar de naranja y no le podrás decir que no, nunca sabrás si por nórdico, o por andrógino. Beberás aquel bebedizo inmun­do mientras las primeras harpías ya se acercan a sus mesas, el viejo de traje de lino blanco retoma un ejemplar del Financial Times, y dos vírgenes de Brabante (una, sin duda, se llamará Genviéve y otra, Caroline, o Martha, o Catherine, pero la otra, seguro que sí, que Geno­veva).

¿Se disipará la niebla? ¿Se pondrán las brabantinas cual tizones? ¿Conseguirá el hombre del Financial Times los favores sexuales del camarero andrógino? ¿Llegarán las cotorras a Durban a tiempo para el mercado de esclavos? ¿Volveré a verte, a tocarte, a deslizar mi lengua por la playa de tu pecho?

Si, la niebla no puede durar, ni en las cercanías de Cabo Verde, ni en el corazón del nórdico, ni en mi propia mirada.