EL PICNOGÓNIDO GIGANTE DE AGUAS HIPERBÓREAS


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Xavier Queipo

Corría el año de 1596 cuando en una fría mañana de mayo dos navíos dejaban el puerto de Texel bajo el mando de los capitanes Jacob Heemskerk y Jan Corne­lisz Rijp, en lo que era un nuevo intento para encon­trar la ruta de la China por los mares del norte.

El diez de junio -buen tiempo, todos los vientos a favor, docenas de ballenas a la vista- arribaron a lo que ellos bautizarían como Beeren Eiland, por lo abundantes que allí eran los osos blancos. Tras una noche de discusión entre ambos capitanes, en donde terció de forma definitiva el piloto Willem Barentsz, convinieron en separarse. El Capitán Rijp decidió entonces arrumbar al norte, mientras que Ba­rentsz y Heeemskerk pensaron que el mejor camino era rumbo al este, a la altura de los 75° N, en dirección a las islas de Novaja Zemlja.

Lo que aquí sigue es la reconstrucción que del cuaderno de bitácora del navío de Heemskerk, el "Marije Helena", hizo Gerrip de Veer, superviviente de esta aventura en el año de 1598 en su libro "Wae­rachtighe beschryvinghe van drye sey­lag­ien, ter werelt noyt soo vreemt ghehoort, drie jaeren achter malcanderen, deur de Hollandtsche ende Zeelandtsche schepen by noorden Noorweghen, Moscovia ende Tarta­ria, na de Co­ninckrijcken van Catthay ende China", publicado en Ámsterdam, y en el que el autor toma como referencias las declara­ciones de los super­vivientes del naufragio del "Marije Hele­na", y las traducciones que de ciertas leyendas de la mito­logía lapona hiciera Jan Kristian Tornoe. La descripción del picnogónido se completa con la ayuda del tomo IV de "Djurens Värla", publica­do en Malmö en 1965, y del que son coautores Erik E. Dahl y Bertil Hanström.

 

15 de junio

Hoy levó anclas con rumbo norte, J. C. Rijp. Nosotros conti­nuamos todavía cazando osos, morsas y algunas focas. Con buen criterio, el piloto W. Barentsz aconsejó la ruta del este. No es la primera vez que se intenta, y tenemos que hacer provi­sión de carne salada en abundancia, pieles y aceites diversos, no sea que tengamos problemas en estos mares fríos e incógni­tos. El tiempo es bueno y la tripula­ción cuenta con la ayuda de Dios y la fuerza interior de saber que estamos en Su compañía.

 

17 de junio

Partimos arrumbados al este. Las olas son de unos siete pies de altura. La visibilidad es buena. Que Dios nos ayude.


20 de junio

Las aguas se volvieron oscuras. Las ondas son de 15-20 pies de altura. El frío es intenso. Nieva. Nos dirigimos hacia la costa en busca de un fondeadero, de una isla o de vientos mejores.

72º 42'N. 029º 39'E. Cerca de mediodía, avistamos una pequeña isla. Es poco más que una minúscula roca que sobresale en la lejanía. Aún que tenemos que mudar un poco la derrota, enfilamos en dirección a tierra para darle nombre si no lo tuviese, y tomar posesión de ella en el nombre de su Majes­tad, para la Corona y Reino de los Países Bajos.

Por el catalejo, el piloto percibe la presencia de una familia de osos blancos ocupados en devorar con fruición una carcasa de ballena. Súbitamente no puede dar crédito a sus ojos y pide al guardiamarina portugués José Martíns que mire por otro catalejo. Yo hago lo propio, y bien sabe Dios que si no fuera por el testimo­nio de los otros dos oficiales, tendría yo mi visión por una alucina­ción febril o una morga­na propi­ciada por el Maligno: un ser horrísono, con apariencia de araña peluda, de un color ocre y con unas patas que medirían más de siete codos cada una, salió del mar poniendo en fuga a los osos y dirigién­dose a los restos de ballena que todavía quedaban sobre las rocas.

Nos íbamos acercando y la visión se hacía más nítida. El cuerpo era alargado, fusiforme, con tres segmentos bien diferencia­dos. Del segmento anterior sobresalían dos patas peludas termi­nadas en unas uñas enormes y compuestas por ocho artejos irregulares y una trompa cilíndrica o probóscide. La parte posterior de la cabeza se estrechaba en una corta franja, que poseía en su superficie dorsal cuatro ojos minúsculos sobre un tu­bérculo a modo de protuberancia sobre el plateau dorsal. Tenía, en total, ocho patas, todas ellas terminadas en afila­das y fuertes uñas, y despedía un hedor a trasudado veneno­so.

La luz era buena y todo lo que aquí refiero podría ser confirmado por el guardiamarina Martíns y por el piloto Barentsz, que también anotaron lo que a continuación relato: estaríamos a media milla del monstruo cuando decidí anclar el navío por razones de seguridad. Arriamos un bote en el que fui acompañado por los marineros Emmens y Van Kessel provistos de arpones y arcabuces para hacerle frente al extraño ser si fuese necesario, y de otros dos infantes, Wit y Lubbock a los remos. Yo llevaba el timón y daba las órde­nes.

Esta­ría­mos a un cuarto de milla cuando el monstruo se sumer­gió dejando un remolino no menos intenso que el hedor que ahora inundaba nuestros nasos. Di orden a Wit y Lub­bock de que bogasen hacia la orilla y en unos minutos ya habíamos alcanzado la playa. Todo permanecía en calma. Alguno de los hombres se mareó con el hedor de la carcasa de ballena (quien haya olido la cabeza descompuesta de un delfín o de un rorcual varado en nuestras costas sabrá de que estoy hablando, quién no haya tenido esa experiencia no podrá imaginarse ni remo­tamente la intensidad del hedor. Es una experiencia única). No había ni rastro de los osos. Seguimos sus huellas unos cientos de metros, sin resultado positivo. Nada teníamos que hacer allí, pues no habíamos tenido éxito en la cacería, y resignados regresamos al arenal.

Cuando llega­mos, permanecimos anclados a las rocas como si nosotros mismos fuésemos de la materia misma que la piedra. El "Marije Helena" se había escorado para estribor. Cuatro monstruos, en todo iguales al que habíamos visto poco antes, atacaban sin piedad nuestro barco. Dos arañas, las más pequeñas, se protegían en la amura de estribor, rechazadas bravamente por los arpones de nuestros marineros. Otra se colgaba de las velas del mástil de la mayor y las rasgaba con sus quelíce­ros, mientras que con las patas traseras impe­día ser desalo­jada por los hombres que comandaba el guardiamarina Martíns. En el castillo de popa otro monstruo marino había acorralado a varios hombres, dilacerándoles las carnes con las uñas de sus patas delante­ras. El agua comenzaba a inundar la cubierta por la banda de estribor. Algu­nos hom­bres menos osados, o más abandonados al pánico que reflexivos, decidieron saltar por la borda intentando así ganar la costa de la isla, pero la temperatura de las aguas era tan baja que tras bracear unos metros dejaron de existir víctimas de la conge­lación. Poco duró aquel espec­táculo, quizás menos de lo que lleve contar­lo, pero hoy, cuando esto escribo, parecen los momentos más interminables de mi larga vida de marino. Aterro­rizados e inmóviles, el recuerdo de nuestros compañe­ros nos iba su­mien­do en un mar de lágrimas secas. Rugía el viento helado, que se había levantado sin aviso y el "Marije Helena" se hundía sin reme­dio, lleván­dose consigo no solo a los cuatro monstruos, sino también nuestras esperanzas de encontrar en aquellos mares el anhelado camino hacia China.

En seguida tomé la iniciativa de poner el bote en el agua, para salir en busca de algún improbable super­viviente. Me costó dar la orden, pues no era poco el miedo que tenía pero, a veces, en un estado de agitación, uno hace cosas que de seguro no haría en momentos de mayor tranquilidad, cuando tiempo hay de una mínima refle­xión. Vimos varios toneles flotando a la deriva. En uno de ellos nos pareció intuir la silueta de un hombre. Cuando llegamos a él, allí estaba la cara angustiada de Willem Barentsz, que musitaba no se que salmodia religiosa, tal vez una oración sencilla o una jaculatoria que hubiese aprendido cuando niño. Estaba malherido, con dos cortes en forma de desgarros longitudi­nales en la espal­da. Sangraba poco. La frialdad del agua había hecho coagu­lar la sangre, pero las heridas eran profundas y en sus ojos sin brillo se podía sentir la pre­sencia de la muerte. Musitó algo así como Codex Re­gius... Sveinsson... monstruos... y se dio al tránsito fugaz para el mundo del que nadie ha regresado.

Sin ánimos, sin fuerzas, con el frío en nuestros huesos y la angustia de no saber lo que iba a ser de nosotros, dimos sepultura sin féretro ni honores al bueno de Willem.

 

21 de junio

Bautizamos la isla (todavía no sé muy bien porqué) como Hopen (isla de la Esperanza) y dimos cuenta de dos osos blancos que nos servirían de alimento en los días venideros, mientras esperábamos el albur de alguna ayuda.

Al atardecer descubrimos en los acantilados del este el cuerpo mutilado del guardiamarina Martíns, que guardaba en un bolsillo un cua­der­no de notas que más tarde nos serviría para justificar nuestra historia.

 

25 de junio

Llevamos ya varios días en esta isla. Las municiones son pocas y no queda otra opción que dirigirse a la costa norue­ga (por los cálculos efectuados por nuestro piloto antes del naufragio deberíamos estar a unas 25 ó 30 millas). Fabrica­remos un mástil y unas pequeñas velas para hacer más fácil la navegación y que Dios nos ayude.


2 de julio

No sabemos lo que va a ser de nosotros. Tenemos provisiones para una semana (carne de foca y de oso, algunas bayas recogidas de unos arbustos espinosos que por aquí abundan, y algo de pescado seco). La balsa está aparejada para la travesía. Ponemos rumbo sur.

 

5 de julio

Es difícil navegar sin brújula por mares desconocidos. No tenemos puntos de referencia. El cielo está nublado. Hoy vimos algunas pardelas. Eso puede querer decir algo o nada.


6 de julio

Tierra. Tuvimos suerte. Una comunidad de lapones viene a nuestro encuentro. Se extrañan de nuestra presencia pero no muestran agresividad alguna. Usan los renos para arrastrar los trineos y visten con unas ropas de colores vivos en las que predominan el rojo y el azul. Se alimentan, básicamente, de pescado.

Hoy, después de la cena (hipogloso ahumado y vegetales), nos contaron una leyenda que refiere la existencia de una isla en donde viven unas arañas marinas que devoran osos y balle­nas. Les explicamos nuestro naufragio, y asintieron como si no fuese ésta la primera vez que tal suceso les fuera relatado.

Aquí termina el diario del capitán Heemskerk tal y como llegó a nuestras manos. No se qué de cierto hay en él, aunque tal vez algunos datos que apunto a continuación, puedan dar luz sobre la veracidad de la historia.

Hay una segunda referencia a este monstruo, escrita por el filósofo y naturalista noruego Samuel Rasmussen, que hizo la reconstrucción de este picnogónido gigante a partir de una pinza de la primera pata y del segundo artejo de la segunda, encontradas, junto a un apéndice ovígero y una masa de huevos, en una pequeña bahía, al este de la isla de Jan Mayen, y que parecen corresponder a un ejemplar de Phoxichi­lus spinosus de dimensiones descomunales, pero que en sus medidas normales (nunca más de seis centímetros de enverga­dura total) figura en todas las descripciones de la fauna invertebrada de los mares árticos.

Hay otras referencias de ciertos informadores del septen­trión, como el Obispo Olao Magno o Saxón el Gramático, pero nosotros desconfiamos de ellos por haber sido refutados más como fabuladores que como historiadores, como refiere el Rev. P. Jerónimo Feijóo e Montenegro en el tomo II de su Teatro Crítico Universal.

Hay también multitud de referencias de marineros de las costas noruegas. La última, por el momento, es la de un pescador de las islas Löfoten, dedicado a la pesca del bacalao con redes de enmalle, que en 1910 hizo y publicó un diario en el que dice: Hizo su aparición una araña peluda de grandes propor­ciones. Viré la red tan de prisa como pude, pero venía toda rajada, como si alguien la hubiese cortado con unas tijeras.

Posteriormente pude comprobar que es posible que las pala­bras finales de W. Barentsz se refiriesen al Codex Regius que perteneció al Obispo islandés Brynjölfur Sveinsson, al que, en la versión que hoy se conserva en Reykjavik, le faltan ocho páginas en las que podría estar referida la leyenda de este monstruo, pues no lo está en las páginas que aún se conservan.