EL TERREMOTO DE AMBOINA


download pdf

Xavier Queipo

No sé si algún día te conté ya esta historia, pues como bien sabes, tórtola, en llegando a una edad provecta, la memoria tiene sus bajíos donde las historias encallan. Si así fue, disimula la repetición, que no hará sino avivar tu memoria. Si así no fuese, y es la primera vez que la escuchas, prende bien el oído y piensa en lo que tu abuelo Hakim te va a contar, pues algún día puede llegar a ser de provecho...

"Ocurrió hace muchos años, pues gastaba yo aún barba colorada y espesa, y no esta rara y amarilla, que ahora crece sin crecer. Entonces vivía yo lejano de estas tierras a causa del comercio de especierías, en una isla que está más allá de Malaca, donde son seguidores del Profeta, como yo soy y por siempre seré. A la isla le dicen Amboina, y queda al sur del puerto de Macassar, del que ya hablé bastante en otras ocasiones.

Era en esa hora fría que precede al amanecer cuando acordé en un sobresalto. Me fallaba la respiración y estaba en un baño de sudor, producto de unas fiebres, que de aquella me asaltaban, y que ahora aún me visitan como bien sabes tú, que me cuidas con cariño. La tierra rugía en sus cimientos y la casa toda temblaba como si fuese de papel. Recuerdo que estaba sólo, pues de aquella yo vivía donde las olas me llevaban, sin familia aún y sin morada propia, como ahora tengo. Pegué un salto y de la cama bajé hasta el descansillo, y de allí, sin saber muy bien como, al exterior de la casa. Al caminar encontré mi cabeza inestable y los peldaños de la escalera moviéndose bajo mis pies. Ya en la calle, que no era sino un camino encharcado donde iban a parar los desperdicios de las casas, se acumulaba la gente en concierto de gritos y desesperación profunda. El temblor continuó percutiendo en mis sienes por un tiempo indeterminado, y cuando al fin se detuvo, me sentí mareado y muy cansado, como me he sentido alguna vez que me dio el mareo del mar.

Como casi siempre ocurre en estas situaciones, luego de la primera sacudida vinieron otras, cada una de ellas de intensidad distinta, y, ya luego, se instauró un silencio inmenso. La tierra se abriera como se fuese partida por un cuchillo enorme y para sus entrañas había devorado casas enteras, y tocones, y gente que intentó sin éxito aferrarse a la vida. Algunos miraron para el suelo con el asombro de ver como se abría, y otros para el cielo, que estaba nublado y triste.

El mar, que allí es de un verde claro, balanceó tanto que se podían distinguir, la distancia de tres leguas, los arrecifes de coral, que irguiéndose altivos como agujas serradas, hacen tan peligrosa la entrada de los navíos en la bahía de Amboina.

Decía que el mar se balanceó de modo extraño, y las gentes comenzaron a correr hacia el matorral gritando una interjección que no fui quien de entender, pues el nivel de mi malayo era bien escaso, y sigue siendo, pero que sonaba como Manú marí, Manú marí! A grandes zancadas seguí la huida del poblado de un grupo alocado y compacto, que entre gritos e imprecaciones, semejaba seguir las instrucciones de un anciano al que, por respeto o necesidad, llevaban acostado en unas angarillas.

Desde que llegamos al alto de una colina que hay en la lengua de tierra que une las dos partes de la isla, y que no tendría más de seiscientos pies sobre el nivel del agua, detuvimos nuestra huida e hicimos campamento. Enseguida los hombres comenzaron a gritar con una excitación creciente aquella frase que aún hoy, pasados tantos años, martilla mis oídos cuando despierto en medio de fiebres y de insomnio: Manú marí, Manú marí!

Por bien que miraba yo para todos lados no vislumbraba cosa alguna que atrajese mi atención, y que explicarse, sin embargo, la excitación de aquella gente. Dándose cuenta, sin duda, de mi aflicción, un hombre puso una mano en mi hombro izquierdo, y con la otra señaló certero en la dirección de donde el sol se acuesta. Allí, inmensa, una pared de agua venía hacia nosotros, irguiéndose de más de doscientos pies de altura a lo que pude calcular de tan lejos. La bulla era descomunal, pues la ola avanzaba a una velocidad de vértigo, y a los pocos momentos de vislumbrarla yo por la primera vez, ya había estallado con toda la fuerza en el muelle de Amboina levantándolo por el aire, arrancando a su paso palmeras y casuchas, caminos y puentes, y casas, inundándolo todo, destruyendo para siempre el poblado y los cultivos de aquella gente desgraciada.

Cuando bajó el mar a sus límites de siempre, el lodo cubría la isla toda, y no había rastro de camino ni casa, de árbol ni bestia. Sólo se salvó la maleza que había en la colina la donde habíamos subido, suficientemente alta para que no hubiese llegado hasta allí la fuerza de las aguas. El mar había removido sus fondos abisales, acostando en tierra ser quiméricos, mezcla de ratas y pescados, calamares gigantes y medusas de diez palmos de anchura, pepinos de mar palpitantes aún, y algas, y corales arrancados de las paredes del arrecife.

Pasados unos días llegaron fiebres y disenterías, y la población fue así diezmada y, aún ahora, tantos años pasados, cuentan los que de allí vienen que no se recuperó la isla, que quedó, quizá para siempre, devastada y triste.

Xavier Queipo