MARÍA LA TREMENDA

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A Severo Sarduy,

amante de la Habana

desde la distancia.

 

Quizás fue en la esquina de Neptuno. Salidas de la nada, sombras encaramadas en los balcones recogían los tendales con la certeza de quien sabe leer las nubes. En el portal, pasado el toldo del colmado, tres hombres esqueléticos fumaban marcando el paso del tiempo. “¿Donde, la Tremenda?”, pregunté. Quedaron estupefactos. Al rato, uno de ellos se levantó del taburete y se perdió en un pasadizo, que se intuía escabroso. Al poco apareció una mujerona bamboleando las caderas con elegancia. Hacía honor al apodo, alta y generosa de formas. Traía una toalla enrollada en la cabeza, coma si acabase de salir de un baño de hierbas y delicias. Con los ojos húmedos y raspada de cejas, parecía extraída del panteón yoruba, llena de reflejos y esencias aromáticas. Le mostré la nota que atesoraba desde mi llegada a la Habana. Sin abrirla, reconociendo la letra del correspondiente, hizo seña para que la siguiese.

En penumbra ascendimos escalones lamidos por el uso. Detrás de las puertas se acumulaban miradas. Se abrió una luz y penetramos en una estancia en la que el suelo rechinaba a nuestro paso. En una viga anidaba un pavo real de reflejos irisados. Pasada una cortina de cuentas, María la Tremenda con autoridad de matrona ordenó que me sentase. En la mesa que nos separaba, en el centro de un tapete que en tiempos fue verde, brillaba tenue la llama de una candela. Después de unas preguntas, que me parecieron inanes, sobre mi origen y mi ocupación en la vida, retiró de un cajón un pomo esférico. Sumergiendo los dedos en la sustancia untuosa, marcó una cruz en la frente y otra en cada sien. Permaneció así, en silencio, animada sólo por sacudidas de fervor. Un trueno partió el cielo. De un estante dislocado señaló dos estatuillas, Yemayá, madre de agua, y Olokun, mitad hombre, mitad pez.

La mirada congelada, la voz afónica, sentenció: “Tú que vienes del mar inmenso tendrás en estos santos, protección y refugio. Ellos me contarán tu futuro”. De la raya que separaba sus pechos extrajo un saquito con pequeñas conchas marinas. Las sacudió con ímpetu, balbuceando en una lengua de cuerda africana. Los caracoles parecían revivir en el tapete. En la estancia contigua el pavo real liberó un sonido gutural, algo estridente. Después de observar las conchas, María la Tremenda cerró los ojos dejándose llevar por el éxtasis. Con voz quebrada recitó una serie de sentencias, de las que en mi torpor alucinado tan sólo retuve mitad: “Un hombre viejo, de barba blanca y pecho consumido por el humo, te va a ayudar en la vida” “Tendrás suerte en todo excepto en el amor, en el que serás desgraciado” “Dejarás en esta isla uniones imposibles, mitad hombre, mitad sirena” “Sentirás haber jurado en falso por la gloria de Yemayá, madre da agua” “Vete y no regreses nunca a la Habana”. “Ve, ve, allá afuera te esperan”.

Salí y llovía con cadencia de roncón. Los tres hombres continuaban marcando territorios con su humo azul. “Te esperábamos”, dijeron. “Alguien quiere verte”. Me condujeron por callejuelas oscuras hasta llegar al pié de la Ceiba sagrada. Allí, esperándome: un viejo de barba blanca, mitad hombre, mitad pez. Escampaba. Tremenda María.

 

XAVIER QUEIPO, Bruselas Junio 2008