SECRETOS DEL MAR
PRENDIDOS TRAS LOS OJOS


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I

Los puntos cardinales

Para la mayor parte de todos nosotros, educados tímidamente como animales terrestres, los puntos cardinales son claramente cuatro, a saber, el Norte y el Sur, como puntos fijos en los polos del eje de la Tierra, y el Este y el Oeste, según se dirija la mirada cara al sol naciente o al poniente, en un planeta rutinario que siempre gira en el mismo sentido.

Para los epicúreos de nuevo cuño (permítanme que me incluya también en esta categoría, aunque sólo por estaciones), los puntos cardinales son, con la misma certeza, cinco. A saber, la vista, que permite contemplar las maravillas de la naturaleza (seres humanos incluidos, de todos los colores posibles); el gusto, con el que bien podemos apreciar sabores exóticos y cotidianos; el olfato, tan sutil en su refinamiento aunque casi atrofiado por la mezcla de gases quemados que respiramos a diario, el oído, revelador de señales de ayuda y de llamada, de músicas en todos los tonos imaginables y gritos de desasosiego o de alegría, de celebración o de repulsa; y finalmente el tacto, el sentido más nostálgico, que alivia los momentos de ceguera íntima.

Para los seres marinos (de los que quisiera formar parte en un futuro, o de los que tal vez siento la llamada de los antepasados pulmonados), nacidos en las rías o habitantes del océano mundo, los puntos cardinales son ciertamente seis, pues a los cuatro ya referidos para los animales terrestres, se añade un tercer eje de referencia que va de los fondos abisales donde habitan los peces linterna a la superficie de los océanos, donde flota plácidamente el plancton.

Finalmente, para los navegantes (entre los que por tal me tengo por los periplos pasados y futuros, verdaderos o falsos sean ellos), siete son los puntos de referencia, pues siete son los mares que habremos de surcar para circunnavegar el mundo. Los denominados océanos no admiten discusión: el Ártico de las auroras boreales, el Antártico de los pingüinos y el continente helado; el Atlántico, que dicen esconde, en su seno de simas y de crestas, múltiples ciudades sumergidas; el Pacífico, donde Magallanes dejó de ser con una lanza atravesándole el pecho, y finalmente el Índico, que surcaran los Waqwaq huyendo de la miseria hasta llegar a las costas de África. De los otros dos mares, que harían el total de siete, considero que el Mediterráneo es con seguridad uno de ellos, por los mitos y leyendas que en él se alimentan. El otro, si me permiten la manifestación de ignorancia, nunca he sabido si sería el Mar Negro, que tiene en la encrucijada cultural de Constantinopla su salida natural, el Báltico, que se puede caminar en los inviernos más fríos, el Mar de la China, plagado de juncos y sampanes o bien el Mar Rojo donde, entre fondos de coral, cuentan que Moisés abrió las aguas con la ayuda de una vara. Permítanme que por lealtad a mi señor Don Álvaro Cunqueiro, sea fiel a las olas del Mar Rojo, en las que el viejo Simbad navegó o fabuló que navegaba en busca de la Isla de las Cotovías.

Como pueden imaginar por lo anteriormente dicho, tengo la inmensa suerte de que mis coordenadas varíen según la percepción del día. Así, puedo tener días sin norte y días abisales, flotar en la superficie fluida o desear el sur como referente exótico, soñar con los ojos puestos en el sol naciente o sentir el tacto agradable de la brisa llegada de poniente, escuchar la música de las ondas do Mar de Vigo o sentir la llamada de las ballenas del Pacífico, que un día me llegó prendida de las olas de los escritos de Conrad o Coloane.

Les invito de corazón a que cambien de coordenadas y sean libres, y abiertos a gustos y expresiones diversas. Aquí tienen la celebración de los cinco sentidos cardinales y de los tres ejes que delimitan formas y diseñan un espacio de libertad. Aquí tienen mi contribución, estas siete notas sobre los siete mares, que espero disfruten plenamente y les abran las puertas de la percepción. Para que sean felices. Para que sean libres. Para que celebren como bien propio la libertad de los otros. Para que sean buenos y generosos.

 

II. Ártico

Los delfines inteligentes de las latitudes boreales

Hace millones de años, el hielo avanzó desde el Polo Norte en dirección al Ecuador cubriendo llanuras y montañas, congelando mares enteros y lagunas, progresando inexorablemente en una espiral de frío y desolación.

En tiempos de la búsqueda de rutas a la India por el norte, cuando los holandeses habían establecido su primera factoría ballenera en las islas de Spitzbergen, hay noticias escritas en los cuadernos de bitácora de Cornelius Rijsp y de Wilhem Barents de una especie de sirenas de los mares árticos, de pelo abundante y nadar fácil, de lenguaje de silbidos y hábitos anfibios.

El Barón Carl Von Hagman, que sólo tuvo noticias de tales sirenas por las referencias apuntadas y que nunca pudo observar un ejemplar, decidió bautizarlas, ya bien entrado el siglo XIX, como Sirenus cianeus, Von Hagman 1824, nombre que conservó en todas las referencias posteriores.

No es sin embargo hasta bien entrado el año 2002 cuando aparece la primera referencia científica precisa, que describe el holotipo de una nueva especie para el mundo, el Delphinus estrafalarius (Queipirinha & Castinheiras, 2002). El ejemplar, descrito en detalle, fue descubierto en unos depósitos de ámbar en el Mar Báltico por el marinero portugués Joaquim Castinheiras de Figueiredo Torres, natural de la villa algarvía de Cabanas de Tavira y residente, cuando se halla en tierra, en la ciudad brasileña de São Salvador de Bahía.

El trabajo científico está firmado por el profesor de Paleoantropología de la Facultad de Ciencias de Bahía, Doctor Carlos Queipirinha de Todos os Santos Goraz, sabio heterodoxo que había recibido el ejemplar en ámbar de manos de Joaquim Castinheiras.

La descripción que de tal Delphinus estrafalarius, hace en su trabajo el Profesor Queipirinha es como sigue:

“Cuerpo alargado y esbelto, con más aspecto de huso que de tonel. Cubierto de pelo en toda su superficie excepto en el remate de las extremidades, que son lampiñas. El pelo varía de color según la región del cuerpo, siendo azulado en una cresta que se extiende desde la frente hasta donde el espinazo se transforma en una cola poderosa, rojo con listas oscuras en el vientre y blanco en los costados y en el borde de la cola y de las extremidades. Los ojos son laterales y simétricos, a ambos lados de un hocico alargado un octavo de la longitud estándar. Las hembras presentan ocho mamas distribuidas en dos líneas mamilares que van desde la axila hasta las ingles. Los machos, por su parte, tienen sólo dos fresones atrofiados y un miembro viril que puede llegar, en reposo, a medir 1/6 de la longitud total del cuerpo. Hay una cresta que recorre el dorso desde la frente hasta la cola, siendo más alta en su inicio y descendiendo después hasta reducirse a una altura que corresponde a 1/36 de la longitud estándar. En el extremo de las extremidades tiene manos y pies prensiles que hacen pensar en un grado avanzado de inteligencia, superior a la de los primates y próxima a la de los homínidos, con quienes coincide en capacidad craneal y, curiosamente para un delfín, capacidad de bipedestación e incluso de marcha, como se puede colegir de las durezas que presenta en lo que correspondería a las plantas de los pies. Tiene dientes muy desarrollados en una hilera única, recubiertos de dentina y sin mayores especializaciones, lo que hablaría de su carácter omnívoro confirmado en el análisis del contenido estomacal, que reveló la presencia de una especie de algas, restos triturados de pez fumador (también llamado lumpo), y una papilla amarilla, que bien podría corresponder a un tipo de anémona muy frecuente en el Mar Báltico, y más concretamente en el Golfo de Botnia. Sólo recientemente ha sido apuntada su existencia (aún por confirmar) por observadores científicos a bordo de navíos que faenan en los Mares de Irminger y Barents, en los límites del Océano Ártico, donde se sospecha desde hace tiempo de su presencia.”

 

III. Antártico

Las moscas de las Islas Kerguelen

Si no recuerdan donde están las islas Kerguelen ni se inmuten. Muchos de los adolescentes que acaban de estudiar geografía no tienen ni la más remota idea de dónde situarlas. Sus profesores tampoco, y es que esto de la geografía no se lleva, y lo de los atlas menos. Ahora se lleva navegar en un mar sin olas ni espuma para llegar a estar más sólo que un oso en período de hibernación delante de una pantalla de ordenador (ecrán, he escrito alguna vez, de puro afrancesado, pero los correctores de estilo siempre lo cambian, a pesar de que el portugués –la lengua hermana- lo exprese de la misma manera). A pesar de que los intelectuales (parlamentarios incluidos, aunque incluir a los parlamentarios en los intelectuales y viceversa sea cada día más un ejercicio de confusión -son líquidos inmiscibles-) que alardean de saber los secretos de por dónde faenan nuestros barcos de pesca, no sabrían situarlas correctamente. Dirijan, pues, su atención a un buen atlas de geografía universal. Sitúense en el Hemisferio Sur. Acérquense a esa tierra de nadie entre los continentes y la Antártida. Busquen las más conocidas islas Sandwich del Sur o el archipiélago de Crozet. Muy pronto descubrirán las islas Kerguelen, donde marineros gallegos embarcados en navíos de bandera de convenienciai, extraen del mar un pez, que científicos y legisladores llaman Dissostichius, que algunos denominan bacalao de profundidad (nada que ver con el bacalao, ni a nivel de especie, ni de género, ni tan siquiera de familiaii) y que sería más conveniente denominar róbalo de fondo, para entendernos y ser un poco coherentes con la sistemática.

Esta introducción algo extensa y confusa (intencionadamente, uno tiene derecho a seleccionar a sus lectores en una propiedad recíproca de elección ¿o es que si los lectores tienen derecho a escoger a este o aquel otro escritor, los escritores estamos privados de derechos?) es para situarlos en el espacio donde acontece lo que les voy a contar. El tiempo es el de ahora mismo, aunque la historia comenzase hace miles de años. El espacio ya lo he situado, por si a estas alturas ya se han perdido, en el Hemisferio Sur.

El caso es que en las islas Kerguelen las moscas no tienen alas. Como lo leen: no tienen alas, contradiciendo la idea que de moscas tenemos. El caso lo refiere Irenäus Eibl-Eibesfeldt, un reconocido etólogo que escribe en su obra “liebe und hass- zur naturgeschichte elementarer verhaltenweisen”iii: “En las islas Kerguelen, donde continuamente ruge el huracán, hay moscas y mariposas impedidas de volar, que debieron nacer en virtud de esa ley; por el contrario no hay insectos aptos para el vuelo, porque el vendaval los lleva fácilmente. En aquellas condiciones totalmente insólitas, los que no pueden volar resultan mejor “adaptados”. Es decir, las mutaciones que produzcan animales ápteros tendrán un valor selectivo de tipo positivo.”

La ley a la que se refiere Eibl-Eibesfeldt es aquella por la que en las poblaciones animales se producen variaciones (mutaciones) del código genético. Estas mutaciones constituyen experimentos con nuevas variaciones hereditarias, que entran en competencia con los caracteres más comunes. En determinadas circunstancias extremas (como la del temporal casi permanente en las islas Kerguelen) los mutantes se ven favorecidos al adaptarse mejor al medio. Moscas incapacitadas para el vuelo en las Kerguelen serían, por ejemplo, Amalopteryx marítima y Calcopteryx moseleyi iv, de entre 2.5 e 5.3 mm de largo y poseedoras de unas alas vestigiales que sólo les servirían de balancines.

Este ejemplo ilustra el valor de las diferencias y de los diferentes, de las adaptaciones a medios hostiles y el poco valor que tienen las generalizaciones. Una mosca sigue siendo una mosca, a pesar de que no tenga alas, y una mariposa puede ser una mariposa sin ser por eso tesoro codiciado para un coleccionista compulsivo (continúo buscando ejemplos donde una rosa no sea una rosa, pero tengo poca bibliografía sobre botánica y obviedades).

El ejemplo ilustra también otras posibles reflexiones como la del prejuicio en las denominaciones y nuestras ideas preconcebidas ¿Existen las ideas preconcebidas y todo el saber no es sino memoria, como decían los clásicos? ¿Qué demonios es un clásico? ¿Cómo explicarle a un niño que existen moscas sin alas? ¿No se mofarán de él sus compañeros de clase, e incluso el profesor autómata, que repite y no innova, que transmite certezas y no capacidad de explorar el conocimiento? ¿Si hay moscas sin alas, habrá también peces sin aletas? ¿Y reptiles que no se arrastran? ¿Y anfibios que no toleran vivir fuera del agua? Con toda seguridad sí, pues para dicha de los naturalistas, el mundo esta repleto de excepciones.

 

IV. Océano Pacífico.

Noticia de los atolones extraída de un texto Robert Louis Stevensonv

Los atolones han ejercido siempre en mí una fascinación superior. Su estructura de coral muerto, la laguna de aguas calcáreas y azul cobalto en las que nadan medusas fosforescentes, esas palmeras aisladas y algo tristes, paradigma de las islas de náufragos, les confieren una presencia real en mis sueños recurrentes. Por eso, tal vez, cuando al leer un libro de Stevenson encontré la definición que sigue a continuación, no pude resistir guardarla en mis cuadernos de notas y transcribirla, para su particular aprovechamiento.

(...) el atolón, de origen e historia problemáticos: se supone que es la creación de un insecto todavía no identificado; de forma anular, con una laguna en el centro; rara vez supera el medio kilómetro en su máxima amplitud, rara vez alcanza, en su punto culminante, la altura de un hombre, tiene por principales habitantes al ser humano, a la rata y al cangrejo de tierra; no produce una variedad de plantas mayor que las demás islas y no ofrece a la vista, aún en su perfección, más que un anillo de playa refulgente y el verde follaje que rodea el mar y es rodeado por él.

(...) Constituye una última indicación de horror, añadido a la imagen de esta estrecha pasarela, el hecho de que semejante anillo exiguo puesto sobre el mar no esté formado por roca, sino por una sustancia orgánica, mitad viva, mitad putrefacta; el mar limpio y los peces que en él viven emponzoñados; la piedra más sólida está roída en su interior por los gusanos y el más leve polvo es venenoso como droga de apotecario.

Ya ven, el viejo Robert L. Stevenson, aquel que había escrito “La isla del tesoro”, creía un horror lo que hoy consideramos una maravilla de la naturaleza, y pensaba que el centro del mundo era y seguía siendo su querida Inglaterra, patria de hombres intrépidos que conquistaran los mares del mundo. No seré yo quien le lleve la contraria y puede que en su época las cosas estuviesen así definidas a pesar de que hoy en día, a causa de las variaciones de las estrategias de poder, el centro del mundo ya no sea la City londinense, sino un lugar indeterminado y mudable, también en el Hemisferio Norte, donde un grupo de iluminados deciden una guerra o una paz, una invasión o un bloqueo comercial.

 

V. Océano Índico

Los ictiófagos de Geodrosiavi

Geodrosia se encuentra al oeste del río Indo. Su nombre actual es “Baluchistan”. Es una región compuesta por áridas montañas y planicies arenosas: “Atravesando sus desiertos, los ejércitos de Samiramis y Ciro el Grande fueron prácticamente destruidos; y los soldados de Alejandro Magno sufrieron intensamente por el calor del clima y por la ausencia de agua.”

En sus costas, son frecuentes todavía el pez y las tortugas marinas como lo eran en los tiempos ya pasados en los que Plinio el Viejo recogió noticia de su abundancia en su monumental Tratado de Historia Natural. Los antiguos habitantes de Geodrosia fueron así llamados por los griegos Icthyophagi, o comedores de pescado, y Chelanophagi o comedores de tortugas. Nearco, el almirante de Alejandro Magno, navegó por estas costas en su celebrado viaje entre la India y el Éufrates.

Podría afirmarse, entonces, como corolario de esta curiosidad gastronómico-geográfica, que el comer pescado y tortugas es bueno para la salud de las poblaciones y, singularmente, para su capacidad de rechazar a los enemigos en la batalla.

Estas reflexiones tienen un objetivo claro, didáctico, si me permiten la intención no siempre bien vista. Son muchos los que en nuestro pequeño país sin estado pretenden conseguir una conciencia nacional más sólida a base de infringir todas las normas de precaución, proponiendo a los ciudadanos del país categorías épicas que situarían a los gallegos en la cumbre de las civilizaciones presentes y pasadas, pueblo enérgico y emprendedor, viajero y difusor de su cultura milenaria, cenit y paradigma del respeto por la tradición y por lo autóctono.

Patrañas. No se fíen. Hay pueblos en este mundo que también comen pescado, que saben pescar tan bien o mejor que nosotros, que elaboran unas tartas magníficas que nada tienen que envidiar a las filloas, que manejan con destreza el arte de soplar un puntero y guardar aire en un fuelle, que han conquistado mundos y distancias, que viajan para conocer y no por necesidad o hambre, que pueden vivir mejor o peor que nosotros, pero que no son ni mejores ni peores, solamente otros.


VI. Atlántico

Peces que fluctúan vientre al sol: el caso del diodon

Cuando se habla de peces, a uno le viene a la cabeza la imagen de esos seres entusiastas y rojos que nadan permanentemente en círculo, en esas peceras clásicas en forma de globo. Convendrán conmigo en que esta es una jerarquización absurda y producto, como tal, de una observación sesgada y una experiencia empírica que se toma, falsamente, como verdad universal. No hay que ausentarse de nuestras costas gallegas para oír hablar de peces voladores como los Cheilopagon, peces que habitan en cuevas como los congrios o las morenas, o aquellos que pasan media vida filtrando las arenas del río para internarse después en el mar y chupar la sangre a otros peces, como es el caso de las lampreas. También están los que prefieren vivir pegados a una roca por sus aletas transformadas en ventosas, como el lumpo o ciertas especies de gobios, pegados a la cara ventral de los tiburones como la rémora o escondidos bajo la arena del fondo, como las rayas y los lenguados. No debe extrañar, pues, en esta diversidad de comportamientos (que mis colegas más canónicos llamarían estrategias adaptativas, nichos ecológicos y otras preciosidades teóricas) haya un grupo de peces que naden con el vientre hacia arriba. Tal es el caso de los diodones, de los que Charles Darwin realizó esta singular descripción en su libro “Voyage of the Beaglevii”.

Me divertía un día observando los hábitos de un Diodonviii, que había sido atrapado nadando cerca de la orilla. Este pez es muy conocido por poseer el poder singular de distenderse hasta alcanzar una forma casi esférica. Tras ser retirado del agua por un breve momento, y después de ser sumergido nuevamente en ella, absorbió por la boca, y seguramente también por las aberturas branquiales, cantidades considerables tanto de agua como de aire. Se efectúa este proceso por dos mecanismos: el aire es aspirado y después es forzado dentro de la cavidad del cuerpo, impidiéndose su salida debido a una contracción muscular, que es visible desde el exterior; pero el agua, según observé, entraba a chorro por la boca que estaba completamente abierta e inmóvil: este último acto debe, por tanto, depender de la succión.

La piel alrededor del abdomen está mucho más suelta que la de la espalda; y por tanto, mediante el proceso de inflado, la superficie inferior se vuelve mucho más distendida que la superior y, como consecuencia, el pez fluctúa con la espalda hacia abajo. Cuvier duda que el Diodon sea capaz de nadar en esta posición; pero no sólo consigue moverse en línea recta, sino también virar para cualquier lado. Este último movimiento se efectúa exclusivamente con la ayuda de las aletas pectorales, quedando la cola suspendida y sin uso, ya que con tanto aire el cuerpo se ve obligado a fluctuar, las aberturas branquiales permanecen fuera del agua, a pesar de que una corriente aspirada por la boca fluye constantemente a través de ellas.

El pez, después de permanecer en este estado de distensión por un corto período, solía expulsar el aire y el agua por las aberturas branquiales y por la boca con fuerza considerable. Cuando se le antojaba, podía expeler apenas una cierta porción de agua, y por tanto, parece probable que este fluido sea absorbido con el objetivo de regular su gravedad específica. Este Diodon posee varios medios de defensa. Puede asestar una mordedura feroz y puede expulsar agua por la boca a cierta distancia, mientras que al mismo tiempo, realiza un curioso barullo con el movimiento de las mandíbulas. Con la intumescencia del cuerpo, las papilas que le cubren la piel se tornaban erectas y aguzadas. Pero el aspecto más curioso era que, cuando se sentía amenazado, a partir de la piel del vientre, emitía una secreción fibrosa de un rojo carmesí muy bonito, que manchaba el marfil y el papel de una manera tan permanente que hasta la fecha la tonalidad se mantiene con su brillo. Ignoro cuál es la naturaleza y utilidad de esta secreción.”

VII. Mar Rojo

La hiperactividad de los pulpos

En una carpeta de pastas rojas (mal gusto o reclamo para los sentidos) llevaba años archivada la reseña de un periódico en el que se hablaba de la hiperactividad de los pulpos. Textualmente: “Son sexualmente maduros muy pronto, a los tres meses ya tienen capacidad de reproducción. Después están apareándose tres meses sin parar”. Esta supuesta precocidad, hablando siempre en términos estrictamente antropocéntricos, no debería resultarnos extraña. La mayor parte de los pulpos no superan el año y medio de vida. Haciendo una proporción bien sencilla, su edad reproductora correspondería a los 14-15 años de la especie humana.

Lo que ya resultaba más chocante en aquella carpeta era un artículo de la misma época que hablaba de pulpos homosexualesix. En el artículo ser relata cómo, en el mes de diciembre de 1993, Richard Lutz y Janet Voight, dos zoólogos estadounidenses, que trabajaban a 2.512 metros de profundidad, pudieron observar y filmar la cópula de dos individuos machos de pulpo, que duró 16 minutos. Si realizamos la misma proporción que habíamos hecho anteriormente para calcular la correspondencia entre edades reproductivas, los 16 minutos en la vida de un pulpo se corresponden a una cópula humana de 12 horas y 26 minutos, lo que en mi modesta opinión raramente se da. Si además, como se señalaba en el otro artículo, “se pasan copulando tres meses”, se justifica claramente el hablar de la hiperactividad (y de la hiperpasividad) de los pulpos.

 

Mar Mediterráneo

Concepto de surcar los Siete Mares

Desde muy pequeño acredité que la expresión “surcar los siete mares” correspondía en exclusiva a los marinos audaces e intrépidos que habían navegado por todos los mares del mundo, incluyendo yo entre ellos, además de los cinco océanos conocidos, el Mar Mediterráneo y el Mar Báltico, en un “eurocentrismo” premonitorio, tal vez, de mi actual condición de “ciudadano europeo”.

Cuando niño, niño-niño, niño sin discusión, era creyente en todos los sentidos posibles de la palabra “creer”, y no sólo en el terreno de la fe ciega en los dogmas aprendidos. Así, después de que alguien me colara esa trola de los siete mares, la repetía cual papagayo siempre que viniese a colación (he de decir que como tantas otras trolas). Por aquel entonces tampoco era gran conversador (tal vez por timidez extrema, tal vez también por una sabiduría “precoz”, que nunca se llegó a confirmar del todo) pero acostumbraba a adornar mi discurso, escaso de por sí, con anécdotas aprendidas o escuchadas, cuya veracidad nunca me preocupé de comprobar. Ya he dicho que acreditaba en todo, lo que dijesen mis mayores o los coetáneos admirados.

Hace unos días descubrí lo equivocado que estaba en este punto. Habían pasado más de treinta y cinco años y pocas huellas de la infancia quedaban en mi carácter, a no ser un gusto desmedido por los helados y el chocolate caliente. Fue en la lectura del ensayo “Sal” de Mark Kurlanskyx donde encontré el texto siguiente: “La sal era la clave de una política que convirtió a Venecia en la primera potencia comercial del sur europeo. (...) La distancia que separaba la parte continental italiana de las islas, originariamente era mucho mayor de la que en la actualidad las separa de la ciudad de Venecia. El área comprendida entre estas islas y la península de Commacchio, recibía en aquel tiempo el nombre de “los siete mares”. “Surcar los siete mares” significaba, pues, simplemente, navegar por esa zona, lo que implicaba la ingente tarea de atravesar las barras de arena que hacían tan peligrosas esas veinticinco millasxi

He de confesar que casi se derrumban algunos de mis principios más asentados, y que algunas de las mitologías personales estuvieron a punto de ceder como un castillo de naipes bajo la mano de un niño que caminase a cuatro patas. Recuperado del sobresalto, (todos esos marinos que habían surcado los siete mares se habían convertido, de pronto, en una sarta de charlatanes, en un atajo de mentirosos interesados, en una banda de gandules) releí el párrafo de la controversia, además del anterior y el posterior, por razones de seguridad y contexto. Lo que, en principio parecía una buena idea: “la dureza de la navegación por entre las barras de arena justificaba asimilar “los siete mares” a las dificultades de la navegación y, por lo tanto, “surcar los siete mares” era una imagen épica para los marinos, aún cuando sus rumbos no alcanzasen más allá de uno o dos océanos conocidos” se convirtió en un error al leer el párrafo siguiente en la búsqueda de seguridad. Decía así: “La zona de los “siete mares” pasó a ser una parte de la masa continental, con un puerto llamado Chioggia”.

No sólo navegar los “siete mares” no era sinónimo de dar la vuelta al mundo en busca de Moby Dick, de la Isla del Tesoro o del Capitán Nemo, sino que “los siete mares” habían desaparecido por la acción de los elementos y desde el siglo XVII, asimilada a tierra la zona de los “siete mares”, ya no era posible navegar tan siquiera por entre las barras de arena que separaban las islas de la península de Commacchio.




IX

Epílogo

La verdad es que los delfines peludos de las latitudes boreales, los pulpos hiperactivos, los peces que navegan vientre al sol, las moscas de las islas Kerguelen y los delfines albinos, que hacen el tránsito de bañistas entre las playas de Canido y la Isla de Toralla, impregnan una mitología fantástica, en la que se incluyen también las medusas luciérnaga o las tintoreras de Fisterra, y otros animales y circunstancias que nadie ha visto ni verá, pues son recreaciones de los fabuladores, como tantas otras historias verdaderas o falsas, simuladas o reales. Cada una con su mirada distinta. Cada una extraída de una memoria. Cada una hablando de un mar. De su propio mar. Del mar soñado.

Si les han interesado las anécdotas que les he contado, quedaré plenamente satisfecho, que es uno de los estados más agradables que conozco. Si no fuera así, si no he conseguido una mirada oceánica agitada y no les ha gustado lo que aquí he escrito, espero que me hagan único responsable, pues quien me escogió para este cometido, me dio libertad absoluta de expresión, lo que comienza a ser moneda poco frecuente en estos tiempos que nos ha tocado vivir.

Ya para finalizar, no quisiera dejar de recordar aquí un dicho coreano que dice: “La fuerza del viento se detiene delante de la paciencia del mar”. El mar es paciente y así lo ha venido demostrando en su renovar constante, en su defensa permanente ante las agresiones (de las que no son las menores las que el hombre le infringe), en su entusiasmo envidiable, en su pertinaz resistencia a las agresiones.

Espero, de corazón, que la serena lectura de estos textos haya despertado, cuando menos, su interés en mirar hacia el mar de otra manera. En esa confianza quedo, en la de que lleven los secretos del mar prendidos en sus ojos. Para que sean felices. Para que sean libres. Para que celebren como bien propio la libertad de los otros. Para que sean buenos y generosos.

Xavier Queipo

Bruselas, Otoño 2003










  1. Eufemismo para designar barcos con capital gallego que arbolan el pabellón de algún país del tercer mundo que no respeta las normas de conservación, pues de conveniencia son todas las banderas, las de estados soberanos y colonias, las de países avanzados y en vías de desarrollo -otro eufemismo de los más hipócritas-, las de países que quieren ser y no les dejan, las de organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales.

  2. Lahuerta y Vázquez en el “Vocabulario multilingüe de organismos acuáticos”, publicado en el año 2000 bajo la dirección del personal del Instituto Ramón Piñeiro y bajo el sello editorial de la Xunta de Galicia le llaman “Pescada austral negra” (merluza austral negra) o “Pescada antártica negra” (merluza antártica negra). Ellos sabrán el por qué.

  3. Irenäus Eibl-Eibesfeldt , “Amor y odio: Historia natural de las pautas elementales de comportamiento”, Siglo XXI editores S.A., México 1972.

  4. El propio Eibl-Eibesfeldt presenta para ilustrar su libro el dibujo de un ejemplar de cada una de estas moscas de la autoría de C. Chun aparecido en el libro “Ausden Tiefen des Weltmeeres”, editado en Berlín en 1903.

  5. Robert Louis Stevenson, “Relato de las experiencias y observaciones efectuadas en las islas Marquesas, Pomotú y Gilbert durante los cruceros realizados en las goletas Casco (1888) y Equator (1889)”, incluido en el volumen “En los mares del sur”, Ediciones B, Barcelona 1999.

  6. Otras referencias hablan de Gedrosia

  7. Journal of Research into de Geology and Natural History of the various countries visited during the voyage of Her Majesty Ship Beagle round the World”, edición de J. M. Dent and sons Ltd., London 1906.

  8. En su libro “Vocabulario multilingüe de organismos acuáticos”, Lahuerta y Vázquez proponen para estos peces el nombre de “peixe bola” (pez bola), sin duda extraído del portugués. (¡Qué imaginación!)

  9. Jauregui, Pablo “Pulpos: rosas en el fondo del mar”, publicado en el periódico “El Mundo”, del 13 de octubre de 1994.

  10. Kurlansky, Mark , “Sal (Historia de la única piedra comestible)” (“Salt: A World History”, 2000) editado por Ediciones Península, Barcelona, 2003

  11. A pesar de no decirlo explícitamente, es probable que Kurlansky tomara esa definición de los “siete mares” de Frederic C. Lane y más en particular de “Venice: A maritime Republic”, publicado en Baltimore por la John’s Hopkins University Press en el año 1973, ya que es el único libro sobre Venecia que incluye en su extensa bibliografía.